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arChivo Expiatorio

Pinche Jabón

“Porque es vigilia y obliga”, dijo mi madre cuando le pregunté por qué no podía comerme un sangüich de jamón endiablado. Yo tenía seis años y aunque ya había hecho mi primera comunión, y por lo tanto estaba obligado a seguir los preceptos, no alcanzaba a comprender las razones de la vigilia (mucho menos las de la comunión). Yo creía que la prohibición era por aquello de lo “endiablado”, pero ya mi madre me explicó, mientras lavaba los platos, lo que era el viernes santo, la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo y la clasificación de la carne en pura e impura. Al final de su explicación soltó la siguiente frase lapidaria:

— Porque el cuerpo es una cárcel del alma.


            A continuación se quedó callada y las lágrimas empezaron a resbalar sobre sus mejillas. Como tenía enjabonadas las manos, trataba inútilmente de quitarse el llanto con el antebrazo. Entonces tomé el trapo de las tortillas y con eso le estuve limpiando la cara mientras ella seguía lavando.
            Yo no sabía entonces que esa frase era una idea platónica y que en esa filosofía se fundamentaba buena parte del cristianismo moderno obsesionado con el pecado de la carne y su ulterior trasmigración en lágrimas. Yo era un niño que esa noche se fue a la cama luego de cenar confléis y que antes de dormir (hambriento) se hacía preguntas acerca de la naturaleza del alma de su madre.
            Años más tarde me enteré que la frase se la había aprendido mi madre de memoria en uno de sus cursillos y que en realidad ella nunca se quiso escapar de nada. Pero eso es lo que sucede cuando uno no es feliz, uno supone que la felicidad está en otro lado. Cuando a su cuerpo le dio cáncer, dándole así oportunidad a su alma de liberarse, todos fuimos testigos de su lucha por quedarse habitando la supuesta cárcel. Acerca de las lágrimas hay otra explicación. Aquella no fue la primera vez que la vi llorar mientras lavaba, ora los trastes en la cocina, ora la ropa en el fregadero. Una vez le pregunté que por qué lloraba.
 
— Por culpa del jabón. — contestó.
 

            De esa manera aprendí a leer y escribir. Y es que aunque ya estaba en segundo de primaria, las monjas de mi escuela estaban más preocupadas por que comulgara los Primeros Viernes que por enseñarme a leer. Así que las primeras letras que descifré estaban escondidas en un frasco de detergente (las segundas estaban en un champú Vanart). Desde entonces las etiquetas de productos de limpieza me provocan una gran devoción, que suelo leer y re-leer mientras estoy sentado en el excusado. Sin embargo, en el contenido de los jabones, detergentes y champús no pude encontrar nada respecto al alma de mi madre.
            De haber conocido las estadísticas me habría ahorrado el esfuerzo (aunque tampoco hubiera aprendido a leer). Se sabe ahora que por cada 10 lágrimas de mujer, 9 están provocadas por un hombre. En esa época que estoy hablando sólo había dos hombres en la vida de mi madre: mi padre y yo (bueno, eso supongo). Así que por los pecados de alguno de los dos tendría que haber llorado. Y los míos consistían en decir malas palabras. Y ello se debía, según la teoría de mi madre, a que comía demasiado jamón endiablado. La cuaresma servía, según esto, para purificar mi boca.
            Mi primer poema lo escribí en esos años. Lo hice con un pasador, sobre la madera que cubría la parte trasera de un ropero. Decía así:
 

Pinche  jabón
 

            Esa fue mi infancia: Lágrimas de mi madre rodando sobre el jabón de los trastes. Yo muy enterado del jabón porque el frasco llevaba etiqueta y mi madre no. Un jamón que me endiabló el vocabulario. Y una cárcel de la cual sólo puedo salir cuando escribo, porque el cuerpo no es la única (ni la peor) cárcel para el alma.

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