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arChivo Expiatorio

Gorda al Aire

La niña se quedó parada observando la zanja que le impedía el paso por la calle. Para seguir adelante tendría que dar un enorme rodeo. En Rioverde seguían las obras para instalar drenaje y agua potable intubada. Ello significaba que de ahora en adelante los desechos de las casas irían a parar al río Verde y que los carretoneros de las pipas de agua se iban a quedar sin trabajo. Mariajulia dudaba, no sabía que hacer, la zanja parecía demasiado ancha.

Sí, me acuerdo de aquella vez. Era un mes de mayo porque ese día tenía que llegar temprano a mi casa para ir a ofrecer flores a la iglesia. Eran como las 5 de la tarde. Fui al colegio a un ensayo del coro de las niñas de la primaria. Mi mamá me llevó en el carro y me dijo que me regresara a pie, para que hiciera un poco de ejercicio. Había llovido un día antes y con el calor se hacía mucho bochorno. En ese tiempo estaba muy gordita (de ahí mi actual apodo de la Gorda), así que ya se imaginarán a la pobre niña sudorosa enfrente de una enorme zanja con la prisa de llegar a su casa para ir a ofrecer flores en el Mes de María.

Mariajulia era una niña risueña que siempre se portaba bien y era muy precavida. Rara vez hacía algo que estuviera fuera de las ordenanzas. Ahí parada frente a la zanja escuchaba el zumbido de los mosquitos y casi también la voz de su madre que le decía que diera la vuelta hasta la calle Juárez, para evitar la peligrosa zanja. Por eso resultó de lo más extraño del mundo ver a la gordita tomar vuelo para echar un brinco como el que jamás había dado en su corta vida de 9 años.

Diez. Recién había cumplido los diez años. Lo recuerdo bien porque luego mi papá le habría de decir a mi mamá que como se le ocurría dejar a un niño de diez años regresarse sola del colegio. Lo que pasa es que mi papá ni cuenta se daba que desde muy chicos todos mis hermanos y yo andábamos solos por las calles de Rioverde, que por aquellos años, los principios de los setentas, eran mucho más seguras que ahora. Digo, los únicos peligros tangibles eran las húngaras que se robaban a los niños. Las zanjas no eran peligro porque los niños ágiles como mi hermano las brincaba con suma facilidad (y diversión), mientras que las niñas gorditas les daban la vuelta. Quien sabe que bicho me picó ese día. Estaba cansada, sí, por la caminata, así que no se me antojaba dar el rodeo hasta la calle Juárez. Pero fue otra cosa. De repente vi la zanja y aunque estaba segura de que jamás podría brincarla, me asustó saberlo. Así que me eché para atrás, y como un torito, ensayé mi primer paso arrastrando mi pie derecho contra el terreno lodoso.

En octubre de 1968, durante las Olimpiadas de México, Bob Beamon saltó 8 metros con 90 centímetros en un salto que la televisión repetiría como la más sorprendente hazaña física realizada por un ser humano. En mayo de 1973, el admirador número uno de Bob Beamon veía como su pequeña hermana Mariajulia intentaba un salto imposible de poco más de un metro de longitud. Alcanzó a gritarle pero nada la detuvo. Se veía en sus pasos la misma determinación del negro Beamon. Pero éste no contaba con un piso lleno de lodo, y no tenía puesta en la línea de salto tamaña zanja de 8 metros. ¿Hubiera sido lo mismo? Ocupado en sus múltiples asuntos, el hermano de 13 años nunca había reparado en esa su gordita y graciosa hermana, que solo se le hacía presente para llenarlo de empalagosos besos. Ignoraba que ella lo admiraba por ser admirado por los demás, que sus logros eran para ella como si fueran propios. Esa tarde la vio saltar: un pequeño ser que casi medía lo mismo por lo alto que por lo ancho volaba hacía el extremo opuesto de un abismo que la esperaba para recordarle su lugar en el mundo.

Lo oí como quien oye algo sumergido en el agua. Por eso seguí adelante. Ya una vez me había quedado quince minutos en la orilla de la alberca del Riverside sin animarme a echarme al agua. Aunque no es lo mismo caer en al agua que caer al vacío. Porque así lo vi en esa tarde. Un vacío lleno de lodo, animalejos, mangueras y tubos. Si caía seguramente me quedaría ahí para siempre. Nadie vendría al rescate. Yo sabía que eso iba a pasar. Que no se confunda el lector: yo no estaba llena de confianza por lograr una hazaña que hiciera que la pequeña gorda recobrara autoestima. Yo iba al agujero. Yo quería caerme de una vez por todas. Tal vez, solo tal vez, porque nadie se lo esperaba. Ya iba yo corriendo cuando escuché la voz acuática de mi hermano el mayor, el superhermano el magnífico, mi adorado ejemplo. No recuerdo que dijo, seguramente algún “alto” o “cuidado”, yo lo único que supe fue que era él precisamente el único ser humano que estaba observando mi brinco. Cuando me impulsé al aire se me vino a la mente la imagen de un póster que mi hermano tenía pegado en su cuarto y tenía advertido que si alguien tocaba lo pagaría con su vida. Un moreno brilloso estaba pegando un salto. Su pierna derecha se estiraba hacia delante mientras su pierna izquierda se doblaba hacia atrás. A mí me daba siempre la impresión de que era alguien que pedaleaba una bicicleta en el aire. Sus brazos semejaban unas aspas. “Ni lo veas” me decía mi hermano como si ello fuera un sacrilegio, “es un Hombre de Verdad”.

De pronto, mientras ella ya estaba en el aire, y solo por un breve instante, Mariajulia y su hermano se vieron a los ojos. A él, la imagen que vio le recordó inimaginablemente al ya legendario Bob. La gordita empezaba a mover sus piernas y brazos como si quisiera abrazarse de algo. Una hélice redonda que sólo desvió la mirada para ponerla sobre la superficie de una orilla que se volvía cada vez más grande. La vio caer de este lado y mantener su cuerpecito inmóvil otro instante antes de seguir un movimiento de balanceo que la llevaría a dar un paso adelante para volver a mirar al hermano con la boca abierta que a partir de esa calurosa tarde tendría una nueva adoración.

*

¿Por qué lo hice? Pues no fue por mí, se los aseguro. Yo iba con destino seguro rumbo al agujero. Pero efectivamente pude ver a mi hermano parado como a 10 metros de distancia, observando azorado mi atrevimiento. Entonces decidí hacerlo por él. Porque cuando lo vi, y esto que digo va a parecer increíble, supe de algunos de sus pesares. De cómo sufría por no poder ser como el superatleta ese del póster, como si realmente fuera lo que mi hermano pensaba que era. Supe que se sentía un hombre de mentiras. Todos somos comunes y corrientes, le quise decir al consumar el salto mortal, yo soy medalla de oro, récord del mundo, como cualquiera puede serlo en Rioverde, siempre y cuando se presente una zanja adecuada, un clima favorable y el hermano más querido del mundo frente a una.

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