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arChivo Expiatorio

Son de Paz

Mantegazza fue a la casa de sus suegros sabiendo que se salía de su zona de seguridad. Vengo en son de paz, le dijo a la muchacha de la casa cuando ésta, con sobrada desconfianza, abrió la puerta y le permitió pasar a la sala. Qué quieres desgraciado, le soltó la suegra apenas lo vio. Mantegazza iba desarmado, pero no con la guardia abajo. Así que de inmediato la puso sobre aviso: Vengo por el dinero que usted y su marido me robaron. La mujer dejó de respirar, apretó los dientes y se metió las manos en la bata que llevaba puesta desde hacía 3 días. Vieja marrana, pensó Mantegazza, y luego de pensarlo dos veces mejor se lo dijo. Así que vienes a mi casa a insultarme, dijo la suegra con mejor cara. No, para nada, yo me anuncié en son de paz y usted llegó a insultarme. Rata de caño. Yo soy el marido de su hija, contestó Mantegazza arrastrando la palabra marido. ¿Y qué vas a hacer, Wilmer?

Ah, como le cagaba que le dijeran por su nombre. Desde que estaba en la primaria a todo mundo advertía: Pobre de aquel que le dijera Wilmer, que en Uruguay era nombre de marinero. Y él odiaba el mar, los barcos, los mariscos y en general a todo lo que flotara o no estuviera bien amarrado a la tierra. Odiaba los globos y amaba los árboles. Odiaba los aviones y amaba las hamburguesas. Odiaba también a sus suegros. Méndigos infelices. Habían convencido a Xaviera para que pusiera a su nombre un tiempo compartido en la playa, para poder usarlo ahora que estaban viejos y no tenían a dónde ir. Al cabo tú y Wilmer casi ni lo usan, dijeron entre lágrimas. Xaviera nunca le dijo nada a su marido hasta que se enteró que el tiempo compartido lo habían vendido sus padres y que con la lana se habían ido un mes a Europa. Entonces sí le dijo a su marido. Le dijo porque ella nunca había ido a Europa y cayó en la cuenta que pudo haber hecho lo mismo y no lo hizo por ayudarles a sus padres. Y sabía que Mantegazza, se iba a poner como loco cuando lo supiera. Vaya que se puso. Así encontró Mantegazza el pretexto para chingarse a sus suegros luego de dos años sin verse ni hablarse. Desde aquella navidad del vino podrido.

Celebraban la navidad en casa y Xaviera había insistido en invitar a sus padres para que no se quedaran solos. Si se quedan solos, dijo Mantegazza, es porque se lo merecen. Si no tienen amigos es por mamones. Porfis, acabó diciendo Xaviera, encogiendo los hombros. Mantegazza aceptó porque sabía que por la noche Xaviera estaría estupenda a la hora de coger. El sexo con Xaviera era de dos tipos: pinche, cuando había alguna clase de pedo con sus suegros, o estupendo. Aquella vez el quería que fuera estupendísimo. Así que Mantegazza decidió dejar de lado sus broncas y gozar las delicias que su mujer podía ofrecerle por las buenas. Para la cena de Navidad fue a comprar dos botellas de tinto de La Rioja. Los más caros que pudo encontrar en el súper. Por la noche recibió a sus suegros, todo amable y simpático, siempre volviendo la mirada a Xaviera, mientras la imaginaba revolcándose en la alfombra o en la regadera del baño. El desastre, se habrán de imaginar, sobrevino a la hora de abrir la primera botella del tinto. Luego del descorche, le dio a probar al suegro, mismo que aprobó con típico movimiento de la cabeza. A continuación sirvió sendas copas a su mujer, suegra, suegro y él mismo. En ese preciso momento que suena el timbre del horno y Xaviera se para. ¡El pavo!, dice ella. Te ayudo, dice solícito Mantegazza. Y ambos se paran rumbo a la cocina sin dar tiempo al consabido brindis. Ya en la cocina Xaviera abre el horno. Mhh, que delicia, dice Mantegazza. La escena es así: Xaviera está empinada sobre el horno picando con un tenedor al pavo. Atrás de ella Mantegazza le agarra las nalgas y es cuando dice: Mhh, que delicia. Se imaginarán que Xaviera dice cosas tales como espérate, mis padres van a oír, o a algo parecido, el chiste es que el faje dura entre 10 a 15 minutos, incluyendo un minuto de sexo oral. Al cabo del mismo, Xaviera y Mantegazza regresan a la sala con los señores. Para su sorpresa los señores se han tomado ya la segunda copa del tinto. Mhh, que delicia, dice la suegra y por alguna razón el tono le recuerda algo a Mantegazza. Para no quedarse atrás la joven pareja hace un brindis y apuran un trago.

Los olores deben moverse a una velocidad cercana a la de la luz. O al menos esa fue la sensación que tuvo Mantegazza cuando probó el tinto de la Rioja comprado en el súper esa misma tarde para agraciarse con sus suegros. Fue invadido al instante por una especie de pantano pútrido y asqueroso. El no era un catador de altos vuelos. Pero sabía perfectamente distinguir un vino echado a perder. A su lado, Xaviera de plano lo escupió sobre la mesa, pensando que hasta algunas alimañas podría traer. ¡Hija, que te pasa!, la suegra se abalanzó a darle palmaditas en la espalda. Nada nada, pero... fue cuando Mantegazza y Xaviera cayeron en la cuenta que la más de la mitad de la botella ya había desaparecido y que a la suegra le había parecido mhh, una delicia. Y las teorías eran: a) que los suegros tendrían algún defecto genético o enfermedad degenerativa del cerebro que les impedía reconocer los sabores y olores de las cosas, lo cual era difícil que ocurriera en ambos a menos de que dicho defecto o enfermedad fuera contagioso, b) que los suegros, en un acto de infinita amabilidad, habían dado el trago amargo estoicamente para no ofender a sus anfitriones, lo cual Mantegazza situaba esta teoría en el terreno de los milagros, dada la calidad social que siempre había distinguido a esos parientes “legales”, como diría el inglés, o c) que sus suegros eran unos nacos que pensaban que, como los buenos vinos eran como los buenos quesos, pues entonces unos deberían saber a patas y los otros a pantano.

Ya sabrán cual de estas teorías fue la que suscribió Mantegazza, lo cual le produjo un ataque de risa incontrolable. Primero Xaviera sonrió y hasta compartió 5 segundos de carcajada. Al rato empezó a decirle a Mantegazza que se callara por favor y que no fuera grosero. Los suegros aguantaron varios minutos sin decir nada porque no sabían a ciencia cierta de que demonios se estaba riendo Wilmer, y si bien nunca lo supieron bien a bien, si les cayó el veinte que se estaba riendo de ellos. Así que se pararon de la mesa y se largaron de la casa sin cena y sin intercambio de regalos. Xaviera se enojó con su marido y por supuesto que esa noche Mantegazza sin quedó sin coger. Al cabo una semana a Xaviera ya se había bajado el coraje pero nunca se le volvió a subir la calentura como aquella noche del pavo horneado. Sus suegros jamás le volvieron a dirigir la palabra hasta el día en que Mantegazza abandonó su zona de seguridad y fue a la casa de sus suegros a cobrar una deuda.

No voy a hacer nada, suegrita. Nada malo, pues, simplemente le voy a cambiar la lana por un favor. Mantegazza barajaba las palabras como dealer de las Vegas. Y si usted no acepta el trato los voy a demandar por fraude, porque en el contrato de compraventa del tiempo compartido ustedes falsificaron la firma de Xaviera. Los mando al tambo aunque sean los padres de Xaviera. ¿Ok, señora? Como la suegra aceptara con un gesto de cabeza, Mantegazza continuó con su propuesta. Usted, suegra, le va a decir a Xaviera que estos últimos años me he pasado todo el tiempo tratando de hacer las paces con ustedes. Que me he portado de maravilla. Que amablemente he venido hoy, en son de paz, a regalarles el tiempo compartido que ustedes ya vendieron y que he dicho que me da un enorme gusto que haya podido gozar en Europa con un dinero que finalmente es para el disfrute de mi familia. Y que le he venido a pedir perdón por haberlos ofendido en la cena de Navidad de hace dos años. Usted, continuó Mantegazza, no le va a decir que aquella vez me desternillé de risa por sus nacadas, ni que le vine a decir que la considero un ser humano más emparentado con los cocodrilos que con el gato chillón del vecino. Si usted le dice eso, yo la meto a la cárcel con todo y marido diabético y artrítico. Así que el trato es este: usted me pone de buenas con mi mujer y yo la dejo en paz de por vida. Ya le dije, vine, y me voy en son de paz.

Mantegazza caminaba por las calles de la ciudad. Era una hermosa tarde de octubre. El nunca pensaba esas cosas: que las tardes eran hermosas y menos las relacionaba con los meses o las estaciones del año. Esos eran rellenos literarios que la gente feliz ponía en los espacios vacíos de sus vidas. Pero era una hermosa tarde de octubre. Mantegazza sabía que tenía que ser hermosa precisamente por ser de octubre. Esa tarde en otro mes habría sido una tarde común y corriente. Mantegazza caminó hasta el centro de la ciudad. Se metió a un bar, pidió una copa de tinto, un rioja por favor, y su puso a pensar en lo que le esperaba en su casa. Mhh... Que delicia.

1 comentario

Daniel N C -

buena idea