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arChivo Expiatorio

Rapsodia Misma

Me gustaría decir, ahora que estoy por llegar a los 45 años, que en mi vida he hecho de todo. Que durante mi juventud viajé a sudamérica y trabajé un año como estibador en el puerto de Valparaíso. Digo que me gustaría haber hecho eso porque la frase es bella, no porque en realidad me hubiera gustado hacerlo. Eso lo sabría solamente si tal cosa hubiera ocurrido. También me hubiera gustado haber hecho el viaje en alguna expedición náutica, donde comiera sandwitches de pollo todas las mañanas. Y eso que a mí no me gusta el pollo. No me gusta desde aquel día en que mi padre se enojó con mi madre porque invitaba a comer todos los días al párroco de Ciudad Fernández. Sopa de pollo que luego “confesó” no le gustaba para nada. En la realidad-realidad sí me gusta el pollo. En la realidad-narrativa se escucha mejor decir lo contrario. Me gustaría decir que fui actor de teatro, inventor de perfumes, vendedor de suscripciones al Reader’s Digest y gerente de una compañía dedicada al exterminio de la ratas. Repito, nada de ello ha sucedido, ni creo que llegue a suceder. Es más, qué bueno. Esos trabajos han de ser frustrantes y agotadores. Pero el modo como brincan las vocales de trabajo en trabajo hace recordar a un perro amaestrado que hace gracias en un circo. Un circo es lo más parecido a un circo, reza un aforismo alemán muy común en el Berlín de la posguerra. Qué mayor falsedad, por supuesto, pero la frase es casi de la misma textura del latón y la misma fortaleza del acero. A prueba de balas. Hay dos definiciones de mi mismo y perdón por la filosofía, acérrima enemiga de la literatura. Pero tampoco he sido escritor, y eso no lo añadiré al catálogo de ejercicios anhelados, porque es vergonzoso admitirlo. Decía, la primera definición de mi mismo sería: Yo soy aquel que está diciendo lo que acabo de decir. Esto sería algo así como la Irreductible Hiperverdad del Ser. Y qué güeva. La otra definición fue acuñada en una canción de Raphael, aunque quien sabe que tan original pueda ser luego de leer la Iliada. Yo soy aquel que nunca olvida. El concepto narrativo de la identidad tiene muchas ventajas. Yo soy aquel que a los veinte años salvó la vida (mejor dicho salvó la muerte), en el redondel de una plaza de toros y que tuvo su primera relación sexual en un hotel de Aguascalientes. Yo soy aquel que perdió dos de sus dientes peleando por el honor de su mejor amigo y que en Hungría fue asaltado por un par de maleantes franceses, uno de ellos hijo de un colaborador de la ocupación Nazi. Mi primer hijo lo tuve con una mujer llamada Nancy, camarera del Restaurant Oasis en una gasolinera de Monclova. Yo tenía 25 años y entonces manejaba un tráiler propiedad de un primo mío, por aquellos tiempos en la cárcel, acusado de un crimen que sí cometió. Mi época de camionero fue breve porque al rato soltaron al primo por falta de pruebas. Hace 10 años que Nancy se fue a trabajar a los Estados Unidos. Se llevó al niño y de ellos no he vuelto a saber nada, salvo que es gay. Pero no crean, convertirse uno mismo en un ser novelado también tiene sus riesgos. Uno de ellos es que al contar la historia uno empiece a referirse a uno mismo en tercera persona. Es el Principio del Fin. Otro es el de la discontinuidad temporal. El trabajo de inventarse una identidad se parece al que hace en una película el encargado de verificar la congruencia del relato. Por ejemplo si una escena es interrumpida para el día siguiente hay que cuidar que los actores traigan puesta la misma ropa, el mismo reloj, etc. O si la escena siguiente se filma semanas más tarde, que tengan el mismo bronceado o el mismo peso. El otro día estaba yo a las afueras de un estadio de béisbol. Hacía mucho frío así que me abroché el suéter hasta el cuello. A continuación compré una flor en un puesto callejero (un tulipán). Como no tenía dónde guardarla la puse provisionalmente en el vaso de agua que siempre tengo lleno en el escritorio de mi oficina. ¿Se dan cuenta? Por un serio descuido narrativo no se entiende cómo es que pongo una flor, recién comprada a las afueras de un estadio de béisbol, en un vaso de agua que está en el escritorio de mi oficina. Si mi oficina está en el mismo estadio o por lo menos enfrente es irrelevante. La negligencia descriptiva no sólo tiene consecuencias cognitivas en la mente del lector. Puede provocar una seria fragmentación, una especie de tartamudeo, de la voz narrativa, que es uno mismo. De mi parte, no exento de filosofías, añado un nuevo concepto que llamaría “deficitario” y que está en íntima relación con nuestra religión cristiana. Yo soy aquel que está siempre en falta. Me falta, como a todos, una mejor historia que contar, que no sean las viejas historias del dinero y el amor. Me falta el tiempo, me falta pulcritud. Y Parsimonia. Como siempre y por sobretodo, me faltan palabras. Los rapsodas eran las personas que en la antigüedad iban contando y cantando lo que veían y oían por doquier. Rapsoda eso significa “el que cose las canciones”. La construcción del uno mismo narrativo es como quien compusiera una rapsodia, que en palabras de Guy Dangain es “una obra hecha de piezas, de fragmentos, de partes inconexas. Es un discurso intermitente, espasmódico, de marcha cambiante, que oscila sin cesar: unas veces se retrasa otras se embala frenéticamente llegando hasta la exaltación”. Ya lo decía Kant, que el primer pensamiento de la humanidad fue un pensamiento rapsódico. Si lo dijo él, o solo fui yo quien dijo que lo había dicho, es un asunto rapsódico, de importancia narrativa, ontológica y musical. Aunque por lo demás, no importa para nada, aunque cumpla 45 años.

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