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arChivo Expiatorio

Familia

Pancho

Pancho Loco así quedó, dijeron las comadres, a causa de tanto estudio. Así que no estudies tanto, me dijo el padrino, porque te vas a volver loco. Y Pancho era la prueba. De esa manera quedó resuelta mi vida. Ahora les cuento cómo fue la historia. Primero viene el título: le puse “Pancho” a secas por dos motivos. El primero porque no es correcto el uso peyorativo de la palabra loco. La palabra solo se autoriza para título de comiquísimos programas de televisión. En segundo porque así el lector se plantea un interrogante. ¿De qué se trata esto? ¿De Pancho Villa o de Pancho Pantera? La historia comienza frente al Cine Hidalgo de la ciudad de Rioverde, un lugar comiquísimo para los foráneos, pero enloquecedor para los locales. Esto debido, bien se sabe, a los efectos enervantes de la flor de azahar, y no a que haya mucho estudio, como dijeran las comadres. Ese día frente al Cine Hidalgo Pancho Mugriento se acercó, aunque bien podría haber sido al revés: que frente al Cine Mugriento Pancho Hidalgo se acercara. En cualquiera de las opciones me espantó. No todos los días una persona que ha estudiado tanto para nada, se acerca a un niño de diez años que apenas se sabe las tablas. Me quedo paralizado y sin poder correr. Pancho se limita a meter, junto con su mano, sus largas y negras uñas en una especie de bolsa del pantalón y luego a sacarlas cerradas con algo adentro. La mano gira como si fuera a soltar lo que contiene en un obvio ademán que demanda que yo ponga abajo la mano abierta para recibir lo que en ese momento es seguramente algo, por lo menos, mugroso. Y si. Y no. Pancho suelta una moneda de veinte centavos con la efigie de La Corregidora en el sello o en la cara, como se quiera decir. Yo la atrapo. En ese momento un tumulto sale de la función de las cinco y media de la tarde y yo aprovecho. Huyo, pues. Pancho ni sus luces a la vuelta de la esquina. De inmediato tengo el deseo de utilizar mi riqueza: ahí están las jícamas de Don Leno, allá la vitrina con empanadas de mengambrea color rojo. Pero de repente me entra el juicio y algo me dice que esa moneda no la debo de gastar. Hay que guardarla. Para eso tengo los muchos subterráneos que albergan en mi casa. Todo iba bien en los días que siguieron, abrumado por una extraña sensación de seguridad en el mundo (ahí está la ONU para cualquier problema, el PRI o Paulo Sexto), hasta que Pancho se atraviesa entre el Sol Poniente y yo. A contraluz Pancho Negro abre su mano con la palma hacia arriba, sin decir nada. Qué va a decir nada si es obvio que quiere su dinero. Yo tampoco digo nada y abro mis manos en señal de que están vacías. Pancho huye pegando un alarido. Está loco, dice un señor que pasa a mi lado, por tanto estudiar, dijeron las comadres, se la pasa pidiendo dinero a la gente pero no hace nada, dijeron en el municipio. Y si. Y no. Nunca me hizo nada más que atravesarse en mis diversos caminos, situaciones que siempre terminaban igual: él y yo haciendo nuestros gestos respectivos y luego Pancho huyendo despavorido. Siempre pasaba un señor o señora que emitían algún epitafio al respecto. Como nadie en su sano juicio le hace caso a una comadre, con la anuencia de mis padres me convertí en un estudioso. Teniendo como guía la admonición de Hamlet y sin tener una pinche idea de lo que ello significaba, busqué en los intrincados recovecos de la electricidad, el origen del mundo. Toda una vida. El día en que me encontré a un gato, trepado en el Árbol de los Caminos, se limitó a repetir su papel en el cuento inglés: que no importaba el camino a seguir siempre y cuando lo siguiera por un tiempo suficiente. Tenía la ventaja, dijo el gato, que no sabía lo que quería. Todas la noches, antes de dormir, he hecho lo mismo: abro uno de mis subterráneos y saco el “veinte” que me dio Pancho-Actor de Cine, aquella tarde en las afueras de la locura. La Corregidora sigue ahí, impávida, Doña Josefa Ortíz de Pinedo dijo Marcela pensando equivocadamente que era Doña Tomasa Estévez, porque nadie en este mundo le atina a una verdad, donde todos los caminos empiezan en Roma y terminan en la chingada, en la verga, en cualquier parte el cuerpo que no sean las uñas, porque las uñas no son parte del cuerpo sino que son la parte de los otros cuerpos que algún día logramos atrapar con las manos y que se nos quedaron pegadas y que nadie se quiere cortar porque es como volver a perder (esta vez para siempre) al amor de nuestra vida que siempre tenemos agarrado de las uñas entre más largas mejor porque menos vulnerable eres aunque más desesperado. Después de muerto los rumores sobre Pancho Pobre arreciaron, que no había muerto en paz, dijeron las comadres. Todo vuelve, dijo mi madre antes de morir, todo vuelve a su dueño. Lo dijo ahora sí que creyendo hasta la muerte y hasta en la muerte. Ahora entiendo, hasta ayer para ser más exactos, que Los Dueños son los Muertos precisamente. Ellos nos poseen porque tienen el valor de conocer el tiempo. Es cierto mamá, Pancho me dio una moneda de veinte centavos que con el tiempo perdió su valor. Pero fue lo único que perdió, insiste mi madre. Si entonces es su moneda ¿entonces para que me la dio o para que me la prestó si no era dada? Yo era un niño y no sabía y sigo sin saber si arriba de las escaleras hay algo que no deba ver o no pueda entender y me invade un miedo terrible a subir azoteas y al mismo tiempo una necesidad vergonzosa de hacerlo. En posesión de la moneda he podido usurpar, ahora se que ha sido usurpamiento de funciones, una cordura que no me pertenece. Cordura fílmica, claro, me la robé afuera de un cine, aprovechando el tumulto. Dirás estética, dice mi madre antes de que desaparezca y en su lugar se presente Pancho con las manos abiertas y las palmas estigmatizadas , crucificado por tanto estudio, llenando de sangre la tierra donde se esconden-pudren las monedas de la sinrazón, del abandono, de la gloria eterna y del pecado. Perdónenlo todos, dice mi mamá, Doña Lucinda Ortíz de Dominguez, porque no sabía lo que estaba haciendo. Pancho Estómago, Pancho Tierra, Pancho Espárrago, Pancho Reloj, Pancho Azúcar, Pancho Párpados, Pancho Pilatos, Pancho Poncho Pinche Puto.

Devuelve el mar,
Devuelve la luna.
Y yo allá, sin retorno.
Regresan las olas,
Regresa la luz,
Ya siempre sin nosotros.

(A Pancho Loco)

Rapsodia Misma

Me gustaría decir, ahora que estoy por llegar a los 45 años, que en mi vida he hecho de todo. Que durante mi juventud viajé a sudamérica y trabajé un año como estibador en el puerto de Valparaíso. Digo que me gustaría haber hecho eso porque la frase es bella, no porque en realidad me hubiera gustado hacerlo. Eso lo sabría solamente si tal cosa hubiera ocurrido. También me hubiera gustado haber hecho el viaje en alguna expedición náutica, donde comiera sandwitches de pollo todas las mañanas. Y eso que a mí no me gusta el pollo. No me gusta desde aquel día en que mi padre se enojó con mi madre porque invitaba a comer todos los días al párroco de Ciudad Fernández. Sopa de pollo que luego “confesó” no le gustaba para nada. En la realidad-realidad sí me gusta el pollo. En la realidad-narrativa se escucha mejor decir lo contrario. Me gustaría decir que fui actor de teatro, inventor de perfumes, vendedor de suscripciones al Reader’s Digest y gerente de una compañía dedicada al exterminio de la ratas. Repito, nada de ello ha sucedido, ni creo que llegue a suceder. Es más, qué bueno. Esos trabajos han de ser frustrantes y agotadores. Pero el modo como brincan las vocales de trabajo en trabajo hace recordar a un perro amaestrado que hace gracias en un circo. Un circo es lo más parecido a un circo, reza un aforismo alemán muy común en el Berlín de la posguerra. Qué mayor falsedad, por supuesto, pero la frase es casi de la misma textura del latón y la misma fortaleza del acero. A prueba de balas. Hay dos definiciones de mi mismo y perdón por la filosofía, acérrima enemiga de la literatura. Pero tampoco he sido escritor, y eso no lo añadiré al catálogo de ejercicios anhelados, porque es vergonzoso admitirlo. Decía, la primera definición de mi mismo sería: Yo soy aquel que está diciendo lo que acabo de decir. Esto sería algo así como la Irreductible Hiperverdad del Ser. Y qué güeva. La otra definición fue acuñada en una canción de Raphael, aunque quien sabe que tan original pueda ser luego de leer la Iliada. Yo soy aquel que nunca olvida. El concepto narrativo de la identidad tiene muchas ventajas. Yo soy aquel que a los veinte años salvó la vida (mejor dicho salvó la muerte), en el redondel de una plaza de toros y que tuvo su primera relación sexual en un hotel de Aguascalientes. Yo soy aquel que perdió dos de sus dientes peleando por el honor de su mejor amigo y que en Hungría fue asaltado por un par de maleantes franceses, uno de ellos hijo de un colaborador de la ocupación Nazi. Mi primer hijo lo tuve con una mujer llamada Nancy, camarera del Restaurant Oasis en una gasolinera de Monclova. Yo tenía 25 años y entonces manejaba un tráiler propiedad de un primo mío, por aquellos tiempos en la cárcel, acusado de un crimen que sí cometió. Mi época de camionero fue breve porque al rato soltaron al primo por falta de pruebas. Hace 10 años que Nancy se fue a trabajar a los Estados Unidos. Se llevó al niño y de ellos no he vuelto a saber nada, salvo que es gay. Pero no crean, convertirse uno mismo en un ser novelado también tiene sus riesgos. Uno de ellos es que al contar la historia uno empiece a referirse a uno mismo en tercera persona. Es el Principio del Fin. Otro es el de la discontinuidad temporal. El trabajo de inventarse una identidad se parece al que hace en una película el encargado de verificar la congruencia del relato. Por ejemplo si una escena es interrumpida para el día siguiente hay que cuidar que los actores traigan puesta la misma ropa, el mismo reloj, etc. O si la escena siguiente se filma semanas más tarde, que tengan el mismo bronceado o el mismo peso. El otro día estaba yo a las afueras de un estadio de béisbol. Hacía mucho frío así que me abroché el suéter hasta el cuello. A continuación compré una flor en un puesto callejero (un tulipán). Como no tenía dónde guardarla la puse provisionalmente en el vaso de agua que siempre tengo lleno en el escritorio de mi oficina. ¿Se dan cuenta? Por un serio descuido narrativo no se entiende cómo es que pongo una flor, recién comprada a las afueras de un estadio de béisbol, en un vaso de agua que está en el escritorio de mi oficina. Si mi oficina está en el mismo estadio o por lo menos enfrente es irrelevante. La negligencia descriptiva no sólo tiene consecuencias cognitivas en la mente del lector. Puede provocar una seria fragmentación, una especie de tartamudeo, de la voz narrativa, que es uno mismo. De mi parte, no exento de filosofías, añado un nuevo concepto que llamaría “deficitario” y que está en íntima relación con nuestra religión cristiana. Yo soy aquel que está siempre en falta. Me falta, como a todos, una mejor historia que contar, que no sean las viejas historias del dinero y el amor. Me falta el tiempo, me falta pulcritud. Y Parsimonia. Como siempre y por sobretodo, me faltan palabras. Los rapsodas eran las personas que en la antigüedad iban contando y cantando lo que veían y oían por doquier. Rapsoda eso significa “el que cose las canciones”. La construcción del uno mismo narrativo es como quien compusiera una rapsodia, que en palabras de Guy Dangain es “una obra hecha de piezas, de fragmentos, de partes inconexas. Es un discurso intermitente, espasmódico, de marcha cambiante, que oscila sin cesar: unas veces se retrasa otras se embala frenéticamente llegando hasta la exaltación”. Ya lo decía Kant, que el primer pensamiento de la humanidad fue un pensamiento rapsódico. Si lo dijo él, o solo fui yo quien dijo que lo había dicho, es un asunto rapsódico, de importancia narrativa, ontológica y musical. Aunque por lo demás, no importa para nada, aunque cumpla 45 años.

Gustavo

Gustavo Seguro no te acuerdas. Fue el año en que escribí la última carta a Santaclós. Traigo puesto mi primer pantalón "acampanado", y para disgusto de mi madre, la camisa sin fajar. Al parecer no tuve tiempo de agarrar el peine, o si lo tuve no me pegó la gana usarlo. Andaba enfermo, con una pinche gripa. Me acompañaste a buscar a papá, el doctor, para que me diera una medicina (ahí esta, la cajita se asoma en el bolsillo de la camisa). Quién sabe que estamos mirando, si el pasado que queremos dejar atrás (y entonces el futuro nos espera escaleras arriba), o al fotógrafo. Yo creo que es a lo primero: que estamos mirando al padre ojo de hormiga. Ese güey que no llegaba y cuando llegaba ya queríamos que se fuera. Yo también he estado triste desde aquel día en que nos tomamos la foto en la escalera, aunque lo bueno, mi querido hermano, es que seguimos abrazados.

El Diario de Lucinda

Enero 23, 1998
De un tiempo para acá con mucha frecuencia olvido los días del presente, la fecha que vivo; pero no sé por qué al despertar de hoy y sin ningún propósito me vino a la memoria esta fecha y su relación con el pasado. Luego, dejando a un lado mi rebeldía de muchos años de no llevar flores a su tumba, decidí hacerlo. Camino al panteón iba pensando que sería muy saludable reconciliarme de una vez con su recuerdo. “Aquí yaces, y haces bien”, dije con ganas de que me oyera, mientras colocaba el ramo de claveles rojos y crisantemos blancos en un bote oxidado vacío de chiles jalapeños, y que pedí prestado al vecino de junto (de él). Supongo que mi inusitada acción de este día responde a algún sentimiento de culpa de esos que dicen que padecen todos los “deudos” (¿por qué se denomina así a los parientes del difunto? Es lógico pensar que les quedamos a deber algo? Pero en todo caso serían llamados “deudores”.) De regreso, por la calle de los muertos, volví a evocar su último cumpleaños, el número 73. La absurda nostalgia por lo que no fue me llevó a creer que si yo hubiera sido y pensado como ahora soy y pienso, tal vez le hubiese acompañado a la gran celebración que él pretendía hacerse. Veinte días después falleció y los “hubiera” y el “hubiese” a mí todavía me atosigan hasta el tormento.
Casi al final de mi recorrido por la citada calle me detuve a saludar al señor que hace y me regala los garapiñados de nuez. Conversé largamente con él y su esposa y de ahí supe que dicho señor fue gran amigo del difunto en cuestión y que tiene la misma edad que su desaparecido amigo estaría cumpliendo hoy. Lueguito no pude menos que sentir envidia por la suerte de la esposa pues se “ve y se siente” que el señor de los garapiñados todavía es “muy buena compañía”.
Según Garibay (el escritor) todo olvido es una pérdida y, por lo mismo, un anticipo de muerte. Siendo así yo ya habré perdido muchas cosas.

(Lucinda, mi madre, escribió lo anterior apenas año y medio antes de morir. Nunca le dijimos que fue de Cáncer)