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arChivo Expiatorio

Raza Peluda

Raza Peluda Lo dijo primero mi madre. Volviera a repetir esa palabra y la lengua se me iba a caer. O los dientes, o la campanilla, ha pasado tanto tiempo que ya no me acuerdo. Surtió efecto la receta porque mi boca de leche sólo supo de meriendas y arlequines, no de chuparrosas, mucho menos de aguacates. Así se supo esconder el aliento, ora entre la milpa ora entre algodones, hasta que llegó la Raza Peluda y sus pirinolas de la primaria y anexas. Se les podía encontrar en todos lugares: abajo de los pupitres, encima de los árboles, o simplemente haciendo un hoyo en la tierra, que era el método más fácil. Casi nadie los veía. Eran muchos y muy desordenados, pero siempre hablaba uno diferente para decirme una nueva palabra. No repetían. Sólo una vez gordolobo que me hizo reir dos comuniones; sólo una vez amapola que me hizo llorar con pipí. La Raza Peluda no dijo adiós, por ser esta palabra mayor y sin pelo; yo tampoco la dije por no conocerla. Mi padre la sacaría más tarde de su cajón secreto, con lo cual dijo todo lo que tenía que decir. Los pelos me sorprendieron con un vocabulario rapado, cosa que aprovechó la Raza Peluda para mandarme un telegrama que decía: topejo. No entendí, pero tampoco se me olvidó. Luego de mucho tiempo que duré atorado en el aire sin mentiras, pude comprender lo que quisieron decir, pero entonces las palabras se me habían escurrido por entre las piedras del río. Me hice al río. Así los encontré de nuevo, usando un anzuelo plata especial. Está muy claro que fui creciendo, pues sabía que ahí estaban y ya no los ví jamás. Desde entonces aprovecharon toda oportunidad para desdibujarme los infames trazos que hacía en papel blanco. Incluso me regalaron siete toneladas y media de papel del baño, más frágil más flexible más cálido. Papel para untar poción, almácigo y estuco. En los ríos del subterráneo la pesca es más sabrosa; mas no por ello las palabras se mastican mejor. Hallazgos tales como miserere enloquecieron en el espejo de mi recámara. La Raza Peluda siempre está contenta con sus travesuras. El otro día uno de ellos se acercó, poco antes de su muerte. Quiso dejarme su lugar y muy serio cantarme al oído una canción de susurros: huella. Soy Raza Peluda, por eso ya no sé lo que digo. Me pueden encontrar abajo de los pupitres, arriba de los árboles o, más fácilmente, haciendo un hoyo en la tierra. Soy para una sola palabra, aquella tan vieja que se hizo nueva. Soy mi propio conjuro: que se me caiga la lengua, o los dientes, o la campanilla, ha pasado tanto tiempo que ya no recuerdo lo que dijo mi madre por primera vez.

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